Los ángeles no tienen hélices.

En realidad ni siquiera creo que existan los ángeles, al menos tal y como nos los han pintado: niños desnudos con alas y pelito rizado o señoritas de largos cabellos,  también aladas y con largas túnicas. Pero tuve una experiencia que me hizo dudar.

Mi padre vivía sus últimas horas en este mundo, tumbado en el sofá de un triste salón en el que también en primavera entra poca luz. Y aquella era una oscura tarde de finales de octubre.

Mi madre estaba sentada junto a él, en su sillón de siempre. Tenía esa cara de circunstancias de quien está superado por lo que ocurre a su alrrededor, de quien prefiere obviar la crisis como si fuera un mal sueño que termina al despertar, que se olvida si no te ocupas de él.

Frente a ellos estaba yo, sin saber qué hacer para mitigar el sufrimiento de mi padre ni qué decir para hacer más llevadero el mal momento que mi madre vivía y no sabía expresar.

Y entonces llegó Julio. Sólo le vi aquella tarde y de él sólo recuerdo que tenía barba y cara amable. No nos conocía. Había contactado con él a través de mi cuñado. La única referencia que me habían dado era “es un buen tipo que tal vez te pueda ayudar en algo”. ¡Y vaya si lo hizo!

En cuanto entró en casa saludó y se centró en mi padre. No se entretuvo un solo instante en observar el lugar en el que se encontraba. Obviamente no era importante. Se acercó a él, le cogió de la mano y le preguntó cómo estaba. No obtuvo respuesta alguna, lo que no impidió que siguiera hablándole, como si mi padre pudiera escucharle. Y tal vez podía.

Tras unos minutos se dirigió a mi madre. “Pilar, ¿cómo estás? ¿Sabes lo que está pasando? ¿Cómo lo llevas?”. Y sucedió algo impensable, porque hasta aquel momento se podían contar con los dedos de una mano las veces que había exteriorizado sus sentimientos. Mi madre lloró, se liberó, aunque fuera sólo un ratito. Aquel desconocido había conseguido que se mostrase la mujer que también era y que había mantenido oculta años y años.

Y ya calmada me tocó a mi. Julio comprobó que todo estaba más o menos en orden y me animó a tomar un café, pero no en casa. Mejor en el bar de la esquina. Un café con leche y un americano con hielo y empezamos a hablar. “Han sido 3-4 meses duros desde que diagnosticaron a mi padre un tumor cerebral, pero mejor así que esas agonías interminables. Estamos teniendo tiempo de despedirnos…”.

Julio asentía, atento a lo que comentaba, hasta que preguntó: “Y tú ¿qué? ¿Cómo estás tú?”. Aún hoy, casi 11 años después, se me eriza el vello cuando recuerdo ese momento, cómo repentinamente me vi nítidamente reflejado en un espejo que hasta ese momento había evitado mirar. Y también lloré y también me liberé. Pero no para un rato sino lo suficiente para llevar con dignididad lo que después llegó.

Volvimos a casa y en segundos mi padre empeoró. Julio me animó a que avisara a mis hermanas porque se acercaba el momento. Y llegó a la mañana siguiente, rodeado de todos nosotros. Dejó de respirar y dejó de sufrir. Y ya sólo, en aquella habitación oscura junto al cuerpo que había albergado a mi padre, sólo podía pensar en el desconocido que la tarde anterior había llegado a casa como llovido del cielo, para poner orden y facilitar la despedida menos traumática. Ese hombre que no recuerdo cómo se fue ni cuándo. Lo recuerdo como si sencillamente hubiera desaparecido.

Si los ángeles existen seguro que son como él, seres absolutamente normales con una capacidad de empatizar enorme. No nos ofreció soluciones porque no las tenía. No nos contó nada de su vida porque en esos momentos eran nuestras vivencias las importantes. Sólo nos ofreció su comprensión y su hombro por si pudieran servir de ayuda.

Para mi, comunicador por obsesión, Julio es un ejemplo a seguir, su capacidad de decir sin hablar, de generar confianza sin explicarse. Y aún mejor, como él, a mi alrededor hay personas que jamás han intentado decirme cómo he de enfrentar mi diabetes. Y en mente tengo a mi mujer- que no es mía pero ya me entendéis-, que simplemente me ha hecho saber que ahí está, para lo que necesite.

¿Haces tú lo mismo con quien padece a tu lado? ¿Hacen lo mismo contigo? ¿Te comunicas con la gente de tu entorno, con tú médico? En los cursos de Paciente Activo encuentras claves para actuar y también algunas respuestas relevantes. Cuando das con ellas, lo ves. Sorprende que casi todas estaban ahí, ante tus ojos.

 

Jose Blanco

 

¡Ah! Julio es parte de la esencia del programa “Cuidando Contigo” del Hospital San Juan de Dios de Santurtzi.

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