El otro día, como tantos otros, fue al colegio para recoger a mi hija. Fui en coche porque es muy complicado llegar de otra forma. Y aparqué donde tantas otras veces. No es que fuera muy ortodoxo el lugar elegido pero no molestaba a nadie.
Recogí a mi Candela y rápidamente nos dirigimos al coche porque teníamos algo de prisa. Y ¡sorpresa! alguien había colocado su vehículo en un lugar impensable, al menos para mi y para algunas otras personas que observaron perplejas el espectáculo, y no podíamos movernos.
35 minutos tardó la propietaria de dicho vehículo en regresar!!! 35 minutos en los que ni siquiera se le ocurrió mirar –lo tenía muy fácil- por si el conductor o conductora del coche al que impedía el paso esperaba para salir. Con tranquilidad, sin inmutarse, prototipo de persona que no ve otro mundo que no sea su propio ombligo.
Y allí estaba yo, convertido en esa fiera que llevo dentro, para, cargado de razón, escupírsela sin piedad, dejándole bien claro que su actitud era difícilmente presentable, además de incívica y sobradamente egoísta. Vamos, fue tal el chorreo que no tuvo ni oportunidad de reconocer que había metido la pata. Sólo intentaba defenderse, protegerse del chaparrón de improperios que se le había venido encima.
Al final dijo una tontería supina, “¿es que no te puede pasar a ti algo parecido?”, como si lo de aparcar mal fuera algo que pasa y no algo que se hace de forma deliberada, y se fue. Y mi conciencia empezó a funcionar.
Me empecé a cuestionar qué había logrado con mi avalancha de reproches, si tal vez hubiera conseguido algo más planteando las cosas de otra forma. Imaginé haber actuado con flema, preguntándole con calma si alguna vez miraba a su alrededor cuando conducía, si se percataba de que compartía carretera con otros conductores. Tal vez podría haberle comentado que sienta bastante mal que alguien condicione tu movilidad sin motivo alguno, que alguien disponga de tu tiempo sin importarle qué es lo que tienes que hacer con él. Incluso podría haberle preguntado si había tenido algún problema para estacionar tan rematadamente mal y ni siquiera preocuparse por las consecuencias.
No sé qué habría sucedido, pero seguramente habría conseguido algún tipo de respuesta, algún tipo de aclaración. Incluso una disculpa. Desde luego algo más que una impertinencia sin sentido y esa convicción interesada con la que se fue de que la víctima había sido ella y no yo.
En definitiva, erré el planteamiento aunque me asistía la razón. Me equivoqué aunque he podido comprobar que aparca mal todos los días, que sistemáticamente desoye los requerimientos de quienes regulan el estacionamiento en el colegio los días de mayor afluencia de vehículos.
Ya nos lo contó Anjel… piensa en lo que quieres obtener y después comunica de la forma más adecuada para llegar a ese fin. Si no lo haces así te puedes encontrar con sorpresas no deseadas y seguro que nunca con lo que realmente quieres. Y esto es aplicable a cualquier escenario, el que he dibujado, una discusión familiar, en la consulta con tu médico, en un bar…
Jose Blanco