Será por la incapacidad de todo viejuno que se precie para ponerse en la piel de quienes son mucho más jóvenes que él, será porque durante décadas he trabajado como periodista y hoy soy un obseso de la comunicación, será porque me resisto a entender aquello que no quiero aceptar… el caso es que estas nuevas formas de relación que la tecnología impone me superan.
Pertenecí a uno de esos grupos de Whats app que se crean entre padres y madres de niños jugadores de fútbol con la intención inicial, sólo inicial, de facilitar el intercambio de información entre sus integrantes, de asuntos relacionados con el deporte de equipo que practican sus descendientes. Pero la realidad es otra bien distinta. Al poco tiempo se convierte en el lugar ideal para reiterar agradecimientos innecesarios, en plataforma de lanzamiento de nuevos cómicos, en escenario en el que exponer el comentario más original e impactante. El fútbol deja de existir y la calidad de los uniformes, el mal tiempo, las fiestas de cumpleaños y la valoración de los profesores va cobrando protagonismo, sin olvidar esos mensajes enviados al grupo por error, tan sabrosos ellos y que tantos cuchicheos “privados” provocan después.
En una ocasión propuse una excursión para reforzar las relaciones de equipo. Varias más planteé la celebración de partidos amistoso que, ingenuo que soy, empecé a organizar. En ninguno de los casos logré el mínimo razonable de respuestas, siendo la indiferencia la tónica dominante. Aún así volvía a intentarlo, como alguno más, obteniendo siempre idéntico resultado. Así que abandoné el grupo.
Lo hice después de que alguien lanzó el típico comentario insulso sobre la película de la noche anterior, algo que animó el cotarro hasta saturar de mensajes el chat. Todo el mundo tenía una opinión, todo el mundo estaba conectado… Y entendí que ese no era mi lugar. No entendía hacer ese uso, sólo ese uso, de un medio de comunicación tan potente. Y como soy cabezón, como sé que volvería a tropezar con la misma piedra una y mil veces, abandoné. Y la que se organizó fue tremenda, que a ver qué me había creído yo!!!
Ahora mismo estoy en otro grupo más comprometido, de personas que sí estamos a lo que estamos… aunque no siempre. Hace bien poco puse sobre la mesa una cuestión de esas que a todos deberían interesarnos, pero de nuevo me encontré con esa cruda realidad que me resisto a aceptar. Logré un par de respuestas ahogadas entre millares de “como me ha gustado eso tuyo”, “vaya, yo aún no lo he visto”, “prometo hacerlo esta noche”, “viva mi tierra, que es la mejor”…
Menos mal que cerca tenía con quien hablar, alguien a quien urgía como a mí resolver la situación planteada. Nos sentamos ¡sí, nos sentamos! discutimos qué hacer y acordamos una posible solución. Y funcionó… Pero de nuevo me vi con el cascarón sobre la cabeza, lamentando mi propia naturaleza, frustrado perdido.
Y qué decir de esa chica con la que me cruzo tantas veces allí donde vivo, ambos corriendo haga frío o calor, ambos con diabetes mellitus tipo 1. Ella no sabe quién soy yo ni qué padezco, y yo sé lo suyo por pura casualidad. Tampoco sabe que ha hablado conmigo por correo electrónico, majísima y súper dispuesta a ayudar. Pero cada vez que coincide conmigo ni me mira, aunque en esos momentos un simple gesto de complicidad vale mucho más que un empujón, un sencillo aúpa, lo que sea. ¿Haría lo mismo si supiera? Seguramente no. Pero no seré yo quien se lo diga. Ha tomado una decisión basándose en una percepción, sin derecho a réplica, y hay que respetarlo.
Además, situaciones así refuerzan mi convicción de que tengo algo bueno entre manos, algo que hay que preservar, por lo que luchar. En cada taller de Paciente Activo en el que participo el móvil no tiene cabida, ni los grupos de whats app ni esas redes sociales refugio que tantos aprovechan para mirar sin ser vistos, sin arriesgar, que tantos utilizan para blasfemar y criticar desde el anonimato, arriesgando aún menos.
Allí nos vemos, hablamos con la voz y el cuerpo, utilizamos la expresión, nos reímos y lloramos, somos lo que somos y cada sesión más que la anterior. Recuperamos el viejo arte de la comunicación verbal y corporal ¡y no nos mandamos mensajes de un lado al otro de la mesa! Somos vestigios de lo que un día fue fundamental para nuestro desarrollo como personas. Nos miramos, nos tocamos, nos contamos, nos retratamos.
Aunque sólo sea por un momento vivimos nuestra enfermedad en grupo, abandonamos ese cubo sin luz en el que nos sumergimos lastrados por fracasos, síntomas, incertidumbres, miedo, diferencia… y nos reconfortamos. Lo noto en la mayoría de las personas y lo noto en mi. Y en esos talleres he hecho amigos y, sobre todo, una amiga ¡algo tan preciado como una nueva amiga!
Quedamos y nos contamos. Unas veces nos entendemos más, otras menos y otras nada. Y nuestra comunicación por Whats app, Twiter, Facebook o correo electrónico es entre mala y muy mala. ¿Será porque ambos somos un tanto viejunos o porque eso de la comunicación tradicional no está tan mal? Yo creo que hay de todo un poco y un mucho… pero que nadie me quite ese contacto que tantas cosas ciertas aporta!!!
Jose Blanco
precioso post!!! Gracias p compartirlo
Bego
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